Empezó con un beso y terminó en una larga despedida.
Su cuerpo había sido forjado en el silencio del sol, diseñado para durar media eternidad.
Y cuando se sentó al piano, no sonó como esperaba. Muerto su dueño, solo tenía ganas de hacer ruido.
Una vez en su sitio, la espada se sintió más tranquila. Había saciado su sed de sangre, nadie extrañaría a la hormiga.
A veces la luna lucía aterradora, y él huía de sus tentáculos, de sus temibles rayos blancos. A veces estaba sobrio.