Mi uña más grande está en el dedo gordo del pie. Cada mañana la recorto antes de esconderla en el calcetín. En el transcurso del día temo por mi zapato, y los carros de los cuales no podrá escapar.
Esta uña llegó a mí por un abrazo partido: cuando él iba a abrazarla, le hice una zancadilla tan mala que terminamos sobre el suelo con las medias fuera. No nos miramos a los ojos al levantamos. Olvidamos devolvernos las medias, y por primera vez dejé de mirar abajo: no quería arruinar esta alegría inverosímil, no quería regresar a ver y afrontar la realidad. Ilusionada como estaba, salí bailando por la ventana, y aterricé sobre un tacho de basura abandonado.
Llegué pronto a casa. Corrí al baño desnudándome en el camino. Entré puesta solamente las medias que más tarde arrojé a la basura, evitando mirar mis pies. Saqué las polvorientas sandalias escondidas bajo la tina, el pintauñas celeste, los tabiques de algodón, la lima… Lagrimeé al ver mis pies, ignorando a quién agradecer tan desesperanzado reencuentro.
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