Suena el teléfono.
Tu sonrisa lejana llega a mi domicilio. Al caer de la caja, pequeñas figuras tintinean, notas de una campana minúscula. Atraviesan el aire, se aventuran sobre cualquier objeto, burlando inclusive la mirada más atenta y penetrante. Tu sonrisa sin dientes, hecha pedazos. Rictus de Monalisa, impalpable al lente y al olfato. (No obstante, siempre encuentro su eco bajo el rastro de un colibrí perdido).
He tardado demasiado en descubrir tus labios al fondo. He caído desde la puerta hasta la pared. Al recoger mi ojo, inmediatamente vi tus labios entre tu nariz y tu barbilla, exactamente donde los había dejado, a la guardia de un clavo.
Ahora tu sonrisa me pertenece sólo a mí, gracias a un oído absolutamente dedicado a ella.
Sólo a mí pertenece tu sonrisa, inmovilizada e inofensiva.
.
.
bajo llave.