Íbamos a salir cuando fuimos atrapados por la tormenta. Según averiguamos más tarde, su origen se remontaba a la gotera de la sala. La tormenta chorreó nuestro maquillaje y ensombreció nuestra indumentaria. Segundos después, nos refugiamos en los brazos que acabábamos de rechazar, y acordamos terminar la fiesta en el baño, único lugar seco. Entre tazas de café y vino, simpatizamos con la tormenta; etílicamente adormecido sobre su vientre, no objeté nada contra compartir la cama. Desperté sacudido por el viento, con un bracito de muñeca en la mano. Me puse en pie, escurrí mis prendas, agarré mi bastón, empecé a buscar otro escondite para dormir.