Corro hacia él, desenfocando el paisaje alrededor, calles y rostros reducidos a una línea, hasta que su hocico sorprende mis rodillas. Acaricio su cabeza para distraerlo y atrapar sus orejas entre mis dedos. Gruñe sin retirarse: detesta la interrupción entre comidas; también le debe fastidiar oír un nombre ajeno al suyo. Fuera de esto, no tenemos problemas para entendernos: me basta sentir sus suaves colmillos en mi muñeca, refugiarme en mis sábanas e ignorar el Llamado, la caricia de otro ser desconocido.