Todos los vuelos habían sido exitosos dentro de la habitación. Alcanzaban la ventana, y los más arriesgados llegaban a colisionar contra la puerta. Solo entonces el niño abrió la ventana y lanzó otro. El avión aterrizó sin problemas en una mano. La niña se despertó sobresaltada, y recién se tranquilizó al tercer pestañeo. Se había quedado dormida y ahora la despertaba un inofensivo avión de papel. Había entrado por una ventana, ágil y confiado. Miles de aviones anteriores aseguraron el éxito de su lanzamiento. La niña lo observó de cerca. Los dobleces le parecieron bruscas caricias. Lo llamó Mensajero y lo puso a prueba. Lo desenvolvió, escribió y escribió sobre él, hasta que ninguna brisa fue capaz de levantarlo, y el mensaje permaneció anónimo, en silencio.